Es raro ver así, como si todo estuviera detrás de una cortina, de una pátina gris. Aún así, veo bien. Veo, sobre todo, los movimientos de las cosas: el agua que recorre los pasillos y el piso de los ambientes, las cortinas en la ventana moviéndose por el viento furioso, papeles sueltos, libros abiertos, el fuego y sus oscilaciones.
Es todo un desastre, por lo tanto veo casi todo, porque el desastre se mueve. Antes de que entraran al edificio era distinto, no veía las cosas así.
Todo empezó cuando el tipo me saltó encima. Los dientes en la mano izquierda. Los golpes que le di con el matafuego que había bajado del auto cuando vi el caos.
Te vi entrar al cuarto de servicio. Allá voy, aunque no quiero.
Me acuerdo, entre el ruido de los gritos y de la gente corriendo, de las películas que vimos juntos. Espero que hayas aprendido algo. Aunque al final siempre los buenos pierden. Eso también lo sabés, pero hay que seguir hasta que pase algo. Bueno o malo. Pero hasta que pase algo. No rendirse nunca. Buscar compañeros. Una madre. Alguien con quien caminar y andar hasta donde se encuentre ayuda.
Te vi entrar al cuarto de servicio y puede que tu película termine ahora y empiece otra. Allá voy, aunque camine lento por tener que arrastrar la pierna.
Vos viste cómo luché, cómo le hice mierda la cabeza al loco ese. Y me preguntabas todo el tiempo ¿Qué pasa, papá? ¿Qué pasa, papá? ¿Qué te iba a decir? Que estaba todo bien era lo único que podía decirte, porque a pesar de que sabía que estaba todo como el orto quería que te sintieras tranquilo, que estuvieras bien.
Miraste la herida y te pusiste a llorar. No es como en las películas, te dije. Pero se veía mal y yo había empezado a tener mucha sed.
Tomé agua, litros. La misma con la que después me mojé la cara y la nuca. La mano me dolía pero el cuerpo mucho más, como si tuviera un montón de bichos adentro masticándome los nervios.
Te dije que fueras a tu cuarto, que no prendieras las luces, que no hicieras ruido.
Y hace un rato te vi meterte en el cuarto de servicio. Allá voy, aunque desearía no llegar jamás.
Para qué, no sé, prendí la tele y andaban algunos canales. En todos los que pasaban algo sucedía lo mismo: gente corriendo, autos prendidos fuego, la policía a los tiros, saqueos. Afuera se escuchaban detonaciones. Me asomé al balcón, con la mano vendada con una remera, y miré hacia la calle. Lo mismo que en la tele pero más tranquilo. Pasó una mujer con un bebé en brazos y atrás de ella un montón de bestias corriéndola mientras gritaban un gorjeo inútil. Me metí adentro y no llegué a apagar todo que se cortó la luz.
Te vi meterte en el cuarto de servicio. Debés estar cagado en las patas, mi vida. Pero allá voy, estoy más cerca.
Me senté en el piso y puse la botella de whisky y el vaso entre mis piernas estiradas. Me serví mucho, mi mano también necesitaba un trago. Tomaba mi boca, le daba a mi mano. Uno para mí, otro para ella.
Al rato me levanté, agitado, y quejándome con los primeros intentos de gruñidos. Me acerqué a tu habitación y, antes de entrar, apoyé la frente en la puerta. Entré y ahí estabas vos, sentado en la cama, sin moverte, con tu Woody en la mano izquierda y con la otra secándote las lágrimas. La linterna sobre el colchón iluminaba tenuemente tu habitación. Tranquilo, hijo, todo va a estar bien. Te ves mal, papi. Sí, pero va a estar todo bien.
Te vi meterte en el cuarto de servicio, veloz y en silencio, como te enseñé con las películas que vimos, para que nadie te oiga, ni yo ni las otras bestias.
Tengo que salir un momento, esperame acá, no te muevas. No te vayas, por favor, pa. Ya vengo, quedate tranquilo, te dije, tengo que buscar cosas para que podamos estar tranquilos.
Ni a la planta baja llegué. Bajé dos pisos por las escaleras, apenas iluminadas por las luces de servicio que parpadeaban un brillo mortecino. Ahí aparecieron dos más, la vecina del cuarto y su hijo pequeño. Apenas me vieron, se frenaron y me gruñeron. Sin asumir su condición, los saludé y les pedí que se calmaran, pero ya no escuchaban. Su perro también me gruñía, pero parecía un corderito al lado de ellos. Sabía lo que iba a pasar y, apenas los tuve cerca, me defendí como pude, a las patadas, y los dejé caer escalera abajo. Descendí rápido antes de que se levantaran, pero apenas pasé por su lado el perro me dio alcance y tironeó con violencia la
botamanga de mi pantalón. Caí al piso y con la pierna suelta le di para que tenga. Aulló un poco y se alejó hacia sus dueños, que ya se erguían enloquecidos. Bajé dos pisos más y recibí el golpe en la cabeza. Desde el piso, lo vi a Raimundo, el encargado, sosteniendo el ladrillo del que goteaba mi sangre. Luego lo vi correr y perderse hacia abajo. No mucho más, porque todo se volvió gris, como borroso. Al despertar, la vecina estaba arrancándome un pedazo de pantorrilla. No me importó, pero a ella sí porque escupió enojada un bodoque de carne y sangre y se alejó corriendo. Me erguí y caminé, algo perdido y con un hambre voraz. Buscaba con mi nariz, no aire, sino comida. Famélico, fui golpeando las puertas y probando carne muerta. Subí hasta que reconocí la puerta, algo cambiada pero, de alguna manera, entendí que me iba a servir.
Eso fue un poquito antes de verte entrar en el cuarto de servicio. Hace un ratito, antes de que abrieras y me vieras con tus ojos llorosos y llenos de miedo.
No entiendo qué pasó por tu cabeza todavía para que me abrieras, con todo lo que suponía que habías aprendido. Pero, bueno, habíamos visto juntos cuántos habían hecho esas cosas estúpidas antes de que se los comieran. Avancé, llevándome todo por delante, torpemente, como un zanguango. Entré, levanté el vaso con whisky y lo tiré contra la pared. Le pegué a todo lo que encontré, porque no quería verte, pero sabía que lo tenía que hacer.
Después corriste, pasaste por atrás mío, mientras pensabas, quizás, que no te había visto y que podías escapar. Giré y clavé mis ojos deslucidos en tu sombra. Te asomaste, como en un juego, para saber si te seguía y vi, con mis ojos empañados de apetito, cómo te metías en el cuarto de servicio.
Acá estoy, parado en la puerta, haciendo ruidos raros con mi garganta. No te quiero dar miedo, no lo puedo evitar. Es que te vi entrar. Espero sepas perdonarme. Abro la puerta y ahí estás, acurrucado en el rincón. No pasa nada, quiero decirte, pero parece que no me entendés. Será que no es cierto, que ya soy una bestia más. Vos mirás cómo me acerco rengueando. Cómo me agacho. Sentís mis manos frías en tu cuello y en tu hombro izquierdo. Olés mi aliento de whisky y sangre y te dejás morder.
AUTOR: Gonzalo Hidalgo