Por Edgardo Lillo.- “Si no se sufre, no vale”, dijo un sereno Nicolás Tagliafico cuando el sueño de la Copa del Mundo acababa de ser una realidad tan increíble como eterna.
¿Y acaso qué logros importantes de la vida no requieren esfuerzo, sacrificio, sangre y sudor y lágrimas como costó llegar al tercer título mundialista?
“Uno se rompe el cu… para estar en la selección”, se había quejado el año pasado Di María cuando no aparecía en la lista de convocados en el medio de las Eliminatorias. Es verdad que el status de un jugador de fútbol es bastante diferente al de un trabajador común y corriente. De hecho los viejos entrenadores e incluso los jugadores más veteranos siempre le decían a los pibes que sacrificio era levantarse a las cinco de la mañana para ir a laburar al puerto.
Pero es cierto que hubiera sido una verdadera crueldad que este grupo de jugadores, Messi en primer lugar, no hubiera levantado la Copa este domingo de diciembre en el desierto de Doha después de tanto anhelarla. Después de tantas lágrimas de dolor derramadas.
“Al fin un tiro para el lado de la Justicia”, reza uno de los tantos dichos populares argentinos, aunque el penal definitorio de Fernando Montiel haya sido después de 75 minutos brillantes de juego, otros dos minutos fatales y otros varios segundos de angustia, tensión, dramatismo, impotencia y finalmente la gloria eterna.
En efecto, pasamos por todos los estados: la alegría, el delirio, la sorpresa, el escozor, el miedo, la duda, el pánico y la incertidumbre hasta alcanzar un estado emocional que se quedará grabado en el alma toda la vida.
“No hay mal que dure 100 años”, dice otro de nuestros preceptos nacionales. Ni Messi que lo resista, ni tampoco Diego que ya no está, aunque solamente entre nosotros, los mortales. Porque, creyentes o no, está claro que una mano divina nos bendijo este domingo. Y si no, basta mirar la atajada del “Dibu” Martínez que podría haber sido el 3-4 en el final del suplementario para darse cuenta que la suerte o el destino marcado también son necesarios para construir epopeyas.
Se imaginan a Maradona, enloquecido como un chico, saludando a Messi en Qatar, acordándose de la madre de Lio antes de decirle “por fin lo conseguiste”, seguido de otros epítetos comunes que utilizamos en el fútbol o en otras situaciones que nos desbordan de rabia o de felicidad.
“Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe”. No se logra lo que no se quiere, salvo el olvido, la desgracia, la indiferencia, la crítica despiadada que siempre aflora ni bien fracasamos.
El fracaso y la derrota de los que sin embargo siempre se aprenden, porque la adversidad es la que nos curte, la que más nos enseña. “Lo que no mata, fortalece”, asegura otro dicho.
Messi, Di María y compañía ganaron por insistidores. En el campo el gauchaje diría que fueron como el burro. En todo caso, la moraleja, sobre todo para los pibes, es que si a figuras de esta talla mundial, les costó tanto alcanzar un objetivo hasta finalmente cumplirlo, nadie podría evitar el peregrinar, incluso el calvario, hasta conseguir esa meta que tanto se ha perseguido.
Si además hubo algo fundamental en este camino consagratorio es el sentido colectivo, el conjunto, porque en el fútbol como en la vida misma, “nadie se salva solo”. No fue sólo un discurso para quedar bien antes los micrófonos, el grupo argentino se sustentó en los buenos compañeros, en los que incluso perdieron el puesto y abrazaban con fervor y sinceridad al que los había reemplazado, caso Lautaro Martínez con Julián Álvarez. Por fin el divismo, la arrogancia y la soberbia perdieron por goleada.
El talento, la capacidad individual, pero sobre todo la humildad y el hambre de gloria se impusieron sobre el marketing, la apariencia y la codicia de los intereses que rodean al fútbol.
Hoy festejamos todos, porque el fútbol es parte de nuestro ADN, aunque los menos que están del otro lado de la vereda no lo acepten aún en estas circunstancias.
Es cierto que hoy festejamos especialmente a los que brillaron los ojitos cuando vimos una pelota por primera vez, a los que papá o algún tío, o algún vecino nos hizo hincha de un club. A los que quedamos fuera del equipo de la escuela, a los que nos comimos una o varias goleadas jugando para el barrio, a los que nos pusimos la camiseta de algún club, a los que salimos a la cancha a través de un túnel y el ruido de los tapones de los botines nos convertía en gladiadores saliendo a una batalla. A los que alguna vez dimos una vuelta olímpica, a los que seguimos las campañas de los equipos zonales en otras geografías lejanas haciendo fuerza por esas camisetas.
Es para los chicos que viven con la pelota todo el día, a los de las inferiores que sueñan con jugar en Primera, a los que forman y moldean talentos. Pero también a los que pintan las líneas de las canchas, ponen las redes, cortan el césped o hacen los choripanes.
Es para los que dirigimos frente a la televisión, a los que gritamos a rabiar un gol o se nos sale el corazón como este domingo cada vez que atacaba Francia.
Es para los anteriores campeones del mundo que todavía están vivos, para los que fracasaron antes, pero que hoy forman parte del cuerpo técnico. Es para los que trazan un objetivo y luchan a brazo partido para alcanzarlo. Los que no renuncian a ser mejores, a superarse, aunque lo sufran en cuerpo y alma. Es para los que no dejan de soñar, aunque la vida les dé una cachetada todos los días. Es para los que nos ponemos del lado de la pasión.
Hoy los chicos de la selección son nuestro orgullo. Como también deberían ser nuestros padres, nuestros hijos, nuestros mayores, la buena gente. Porque Messis y Maradonas hay en todos los órdenes y en todos los ámbitos de nuestra sociedad, aunque cueste visibilizarlos.
“La pucha que vale la pena estar vivo”, nos regaló don Héctor Alterio. Y la pucha que vale la pena ser Argentino. Gracias Scaloneta, perdón por dudar, porque esta vez no estamos canchereando cuando decimos que somos los mejores del mundo…