El rayo de sol que entra por la ventana, está empecinado en apuntarme en los ojos y no me queda otra que levantarme, echar más leña a la cocina y sacudir los cueros. No me puedo olvidar de colgarlos sobre el alambre junto al corral, tendidos al rayo del sol, porque aquella vieja vez que nos dio sarna, lloré de la picazón, y tuve que tomar esa agua agria con yuyos que nos dio el curandero del campo de don Escobar.
Salgo afuera y pienso en la comida. Desde que la mamá se fue con el Teodoro, estoy pensando en los retorcijones de panza y en mis hermanas. Dentro de todo hay un poco de paz, porque si no ya nos estarían sacando de vuelo con la tinaja o al alambrado. Pero hay momentos en que extraño a la mamá. Se fue hace muchos días, cuando al Teodoro le dio el mal de la lombriz y nos dejaron solas. Por un momento sentí risa y un poco de venganza, ya que el viejo culeco cuelga los panes y quesos en el techo y no nos deja comer, pero enseguida vuelve mi preocupación por la comida y el mal augurio de las noches de luna vacía. Espero con ansias que los días pasen rápido, así volvemos a la escuela internado del pueblo.
Entro a la casa y despierto a mis hermanitas. Son cuatro, todas borreguitas pero pícaras. Ayer salimos al camino de molles, para poner los wachis y conseguir algunas liebres. El otro día la Elbita atrapó dos y las cambió por queso en la despensa de don Julio, estábamos felices. Las despierto con apuro si no se quedan vagueando. Se levantan, se ponen los chalecos de lana y las botas de goma, y salimos todas a buscar para comer.
Esta vez, don Julio nos dio galleta trincha y dulce de membrillo por tres liebres. Don Julio era bueno, había venido de los Buenos Aires y a veces nos quedábamos jugando con los hijos a perseguirnos con ramas que simulaban los rebenques de las señaladas.
Al volver, puse la pava con agua y los dos tés usados que nos quedaban. Mi hermanita, la que venía después de mí, partió las galletas y agregó tajadas de dulce en cada una, dándole la primera rebanada a la más chiquita. Tomamos el té descolorido, comimos los panes con dulce y me dirigí al corral a buscar el caballo para recorrer el campo y juntar las ovejas. Esa tarea me habían dado cuando cumplí los 12 años, algo normal en nuestra vida.
Antes de irme, y para que no hagan despelote, les di a mis hermanas las manzanas del cajón, un tanto machucadas, para que hagan chicha. Mientras salgo, escucho que se pelean por las dos únicas bolsas de tela, por donde se estrujaban las manzanas ralladas y se sacaba el jugo. Claro está que la tarea que a nadie le gustaba era la de rallar la manzana, ya que algunos dedos siempre terminaban lastimados.
El caballo manso, que llamábamos petiso, me miraba esperando que le colocara la montura. Le dije, en forma amenazante, ¡no me vas a tirar eh! y me reí como si comprendiera las palabras. Mientras ataba las cinchas, no podía parar de pensar en la mamá y el día que llegaría a la casa para cuidarnos.
Un tiro de la rienda y salimos con petiso hacia las grandes montañas con punta de nieve. El aire fresco de la cordillera invadía mi cara y estremecía mis ojos. El recorrido se avistaba largo, casi como un infinito. El barranco era fácil de atravesar, pero el pantano me daba miedo. Gracias a Dios, petiso sabía qué hacer y levantaba despacito las patas en cada pasaje de tierra blanda.
Llegar al arroyo fue como hacer el sembrado de primavera, fácil pero lento. Era mi parte favorita de los días. El sonido cálido del agua, el canto alegre de los sapos y la brisa helada que chocaba con las hojas de los árboles, me hacían sentir grande y con ganas de correr sin nada en que pensar, como si volara por el cielo. Y no es de locos pero creo que petiso se sentía igual.
De pronto, hay un brillo en el agua que me atrapa. Una lucecita en medio de una oscuridad profunda. Bajo las riendas y rodeo el pozo. Me inclino a mirar y de pronto estoy cayendo de cabeza al agua. Todo parece eterno y en ese instante lo único que atino a hacer es: pensar. Pienso en la mamá cuando abra la tranquera con el bolso al hombro. Pienso en mis hermanitas jugando a la payana con piedritas. Pienso en la seño Eva y en las manzanas que dibuja en el pizarrón. Pienso en lo que van a comer en el día de mañana. Pienso y pienso mientras busco respirar. En un último y agotador intento de mis brazos por salir del agua me agarro a una rama, salgo a flote y respiro el mejor de los aires, el de la esperanza.
Petiso bebiendo agua sin preocuparse. El mundo sin inmutarse, mientras respiro mojada sobre unos yuyos. La vida siempre sigue igual a pesar de todo lo que nos pase. Me subo al caballo y continúo mi camino. Todavía queda mucho que hacer.
Es cierto lo que dice la mamá, debo dejar de pensar tanto.
Escrito por: Denice Torres