La jornada del 20 de marzo mostró un operativo de seguridad más organizado y eficaz, que permitió reducir la violencia en las protestas. Mientras algunos celebran el control del orden público, otros advierten sobre un intento de «aniquilar» la protesta social.
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El 20 de marzo dejó un panorama contrastante sobre la gestión de la protesta social en Argentina. A primera hora, las estaciones de tren se inundaron con mensajes repetitivos sobre el control de la calle, mientras las fuerzas de seguridad se desplegaban para evitar desmanes. «Protesta no es violencia. La policía va a reprimir todo atentado contra la República», se escuchaba en altoparlantes cada 30 segundos. Este enfoque dejó claro que el Gobierno de Javier Milei no cedería en su estrategia de mantener el orden público, incluso a costa de confrontar las manifestaciones sociales.
El operativo, que contó con más de 1,500 efectivos de las fuerzas federales y porteñas, se desarrolló sin grandes enfrentamientos. Para muchos en el Gobierno, esto fue un éxito rotundo, comparado con episodios de años anteriores, como el enfrentamiento durante la reforma jubilatoria de 2017, que resultó en 162 heridos, incluidos 88 policías. A pesar de los pequeños focos de violencia, el control de la calle estuvo garantizado, lo que facilitó la aprobación en el Congreso de un nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Sin embargo, el escenario no estuvo exento de tensiones internas. Patricia Bullrich, ministra de Seguridad, estuvo al mando del operativo, dirigiendo estrategias en tiempo real. A pesar de la calma en la superficie, algunos manifestantes criticaron la intervención estatal, acusando al Gobierno de ir más allá de la simple gestión del orden público. En cambio, sostienen que su objetivo es aniquilar la protesta social, como lo sugieren las declaraciones de Pablo Semán, sociólogo y antropólogo, quien considera que el Gobierno busca eliminar cualquier forma de manifestación pública que no se alinee con su visión.
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Desde el Gobierno se defiende la medida como una respuesta a la creciente demanda social de seguridad y estabilidad, que algunos perciben como necesaria después de años de piquetes y descontrol. En este sentido, se argumenta que el control de la calle no solo responde a una cuestión de orden, sino a una decisión política profunda, que busca modificar la dinámica de poder en el espacio público.
Para algunos analistas, el cambio es evidente: la sociedad ha dejado de percibir las protestas masivas como una herramienta legítima de lucha social. En su lugar, el temor a la violencia y el desorden ha provocado una reconfiguración del espacio social, donde las políticas de represión se han visto respaldadas por sectores mayoritarios de la sociedad que consideran que el desorden ya no puede prevalecer.
El Gobierno de Milei, al igual que Macri en 2017, también se enfrenta a una sociedad fragmentada, donde las demandas sociales ya no se perciben de manera común. Mientras que algunos aplauden las medidas de seguridad, otros consideran que este tipo de control abre la puerta a una sociedad más polarizada, donde la protesta no tiene cabida, salvo bajo estrictos controles. La reconfiguración social que se está viviendo en el país parece marcar el inicio de una nueva etapa, donde la protesta como forma de resistencia política podría quedar desplazada.
Fuente: TN
Foto: Info región