En una época donde casi todo puede resolverse con una app, las peluquerías siguen resistiendo como uno de los últimos refugios del encuentro cara a cara.
No es solo el corte de pelo o el color: es ese instante en que entregamos la cabeza —literalmente— a alguien en quien confiamos. En ese acto cotidiano y casi automático hay algo profundamente humano y terapéutico.
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“Este rato es mío”, dice una mujer mientras hojea revistas en la peluquería de barrio. No es solo por vanidad: es por la conversación con otras clientas, por las recetas que se intercambian, por los chismes del barrio, por las recomendaciones de una clase de yoga o de un médico. Hay un lazo invisible que se teje entre personas que quizás no se vean nunca más, pero comparten durante un rato una intimidad sencilla y reparadora.
Ese clima no se da en todas partes. Las peluquerías impersonales, con música funcional y sin diálogo, no generan el mismo efecto. En cambio, los peluqueros y peluqueras que logran ese clima de contención se convierten en algo más: una mezcla de estilista, confidente y psicólogo. La escucha atenta, el comentario justo y la familiaridad que se crea hacen que muchas personas se queden con su peluquero por años, como si fueran parte de su círculo más íntimo.
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Incluso las barberías, que crecieron como fenómeno urbano, parecen recuperar algo de esa tradición. Más allá del estilo hipster y los tragos, funcionan como puntos de encuentro donde los varones también encuentran un espacio para conversar y aflojar tensiones. Es uno de los pocos servicios que no puede digitalizarse, y eso lo vuelve valioso: nadie puede cortarte el pelo por Zoom.
En un mundo que cada vez nos empuja más a la soledad, donde todo es personalizado por algoritmos que nos devuelven siempre lo mismo, las peluquerías nos exponen a la diferencia. Nos enfrentan a otros relatos, a nuevas miradas y, de paso, nos devuelven a casa con el pelo renovado y el ánimo, también, un poco mejor.
Fuente: Clarín.